El subte todavía no había terminado de frenar. Sus ruedas aún chillaban cuando el guarda petiso y canoso se descolgó con gran oficio del segundo vagón con el silbato en la comisura derecha de la boca. Corriendo, con los ojos grandes, rojos y llorosos retrocedió hasta los molinetes y pegó el grito. "¡ Vengan urgente por favor !". El tipo de seguridad privada y la regordeta policía federal estaban acodados sobre las rejas de la salida y se miraron extrañados. Pero el público presente y el tono del guarda los obligaron a apurar el paso. Los tres iban a paso veloz hacia el frente de la formación que ya estaba quieta. La gente inundaba el andén y miraba azorada. Algunos dudaban entre quedarse a prestar ayuda o despejar el área para que no sea más complicado transitar por ahí. La escalera mecánica estaba más raleada que de costumbre. Era lógico. Muchos quedaron hipnotizados con la escena y perdieron de vista que llegarían tarde a sus ocupaciones. El hombre de traje caminaba hacia la salida, pero pispeaba lo que pasaba allá adelante, y no pudo evitar llevarse por delante a la abogada que perdió sus papeles ante el empellón. El cadete de la panadería de la otra estación tenía las medialunas calientes que esperaban en una reunión, pero también frenó para ver como seguía la cosa. La madre con su hija en brazos paró un segundo, pero decidió seguir camino antes que la nena se ponga a llorar. Un sacerdote le decía misteriosamente a su eventual compañero de viaje "Ojalá Dios los ayude" mientras su interlocutor permanecía inerte con el blindaje auricular que disparaba One de U2 adentro de su oído. El tiempo parecía estirarse. Los trenes del subte ya estaban demorados. Y el andén se iba despejando con cada minuto. El misterio crecía. Se podían ver los ojos curiosos del maquinista reflejados en el espejo del primer vagón. El tipo sacaba el codo izquierdo por la ventana para poder asomarse y tratar vanamente de saber que pasaba. Hasta que el sacerdote no pudo con su genio y se decidió a acercarse pensando que su investidura lo protegería. Buscó la complicidad de alguno de los pasajeros, pero la mayoría, al verlo avanzar, decidían pegar la vuelta y volver a sus obligaciones. Como si el paso del curita los sacudiera del magnetismo que generó la escena. Resignado, y viendo que ya estaba embarcado en la misión, retomó el paso con dirección a la puerta de madera que ya se había cerrado automáticamente. Faltaban dos pasos para llegar cuando el cura empezó a buscar su rosario en el bolsillo de la sotana. Con el último paso empezó a rezar. Levantó lentamente su mano. Apoyó el canto de la palma contra el sucio vidrio de la puerta. Acercó su cara y a través de los diminutos lentes circulares pudo divisar al guarda, al policía y al otro hombre de espaldas, arrodillados y mirando un mismo punto en la mitad del betuzto vagón. Desde lejos no podía ver si era un cuerpo que necesitaban resucitar, alguna persona desvanecida o si, en el peor de los casos, había una bomba a punto de explotar. El sacerdote dudó en avanzar o retirarse, pero no titubeó en pedirle protección personal y espiritual a todos los santos empezando por orden alfabético. Intimamente se sintió con fuerzas para avanzar. Hizo dos pasos laterales para asomarse por una ventana rota y más próxima a la escena. El estupor y el miedo fueron mayores aún. Un reflejo innato buscó callar su inevitable expresión de susto, y con su rosario en la mano derecha tapó la distancia inmensa que ya había entre sus labios. Los lentes no podían fallar tanto. Allí dentro no había nada. Al menos nada visible. Quizás una fuerza sobre natural. O un campo magnético u otra cosa más desconocida todavía. El religioso se sintió sobre pasado. Y mientras le pedía ayuda a San Quintin, dió inconscientemente un paso hacia atrás. Lento, sigiloso y disimulado. Prolijamente discreto para que, lo que fuera que hubiese allí dentro, no se sobresalte. Una vez con los pies paralelos, giró su mirada con el mismo cuidado. Como si su vista pudiese sentirse en el aire. Y en el andén, a la distancia, entre otros pocos encontró hipertérrito a aquel escuchante auricular al lado de la abogada, que todavía tenía sus papeles desordenados. La muchacha, con la angustia en la mirada y sin hablar, le preguntó al curita que era lo que pasaba con un inequivoco gesto. Esa cabellera prolijamente producida me inclinó suavemente hacia arriba mientras las cejas se arqueaban ascendente y finamente. La curiosidad era general. Todo el andén repetía el gesto sin hacerlo. Hasta en la escalera se quedaron mirando. Entonces el cura no tuvo opción. Desanduvo ese paso. Ese paso sigiloso y fantasmal que lo colocó nuevamente al lado de la ventana. Miró una y otra vez a los espectadores esperando que alguien lo detuviera. Pero no había vuelta atrás. Pensó en sus compañeros del seminario, en sus hermanos y en sus sobrinitas. Tomó el poco aire que había y espetó un tibio "Perdón señores… ¿qué está pasando?". La respuesta fue nula. El sacerdote volvió a mirar a su reducido y ansioso auditorio. Se acomodó los lentes y reiteró un poco más enérgicamente "¿qué está pasando señores?". Desde dentro del vagón, y ya entre los asientos de madera, emergió la mirada despeinada de la agente policial. La palabra oficial fue clara y contundente. El guarda perdió los lentes de contacto.
miércoles, 7 de julio de 2010
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