Inconsciente e involuntariamente me invitó a creer en mí mismo, a desplegar mis alas y volar hacia ella, para entregarme sin redes atraído con el mágico magnetismo de su belleza.
Aunque parezca demasiado, todo eso y más me inspiró su tatuaje en el brazo derecho en esa tarde de solcito veraniego pero en el mes de Abril.
Entre traqueteos ferroviarios, el lento vaivén de sus pestañas fue como un campanario llamando a la misa de las 7. Su piel dorada, bañada con el sol filtrado del atardecer a través de la ventana del vagón, desató fenómenos sismológicos interiores que me conmovieron fuerte y profundamente.
No tuve más remedio que dejar el libro de Sacheri para otro momento, sin siquiera poder marcar porque parte de “Papeles en el viento” iba. La miré (idio e) hipnotizado cada dos estaciones, con el fin claro de no empalagarme o, más probablemente, para no desnudar mi admiración tan prematuramente.
Volví a suspirar cada vez que se acomodó el pelo lacio detrás de la oreja con ese ademán angelical único de la realeza. Pensé, entre mirada y mirada, si alguna vez volvería a estar tan cerca de ella, y también desmenucé mil frases cursis para decirle.
Busqué mentalmente recordar algún poema romántico y efectivo, de esos que no son tan melosos, pero lo suficientemente profundos y sensatos para que una dama, al menos, se anime a terminar de leerlo.
Se la nota a la legua sensible hasta la médula, y a mí impaciente y boquiabierto también desde bastante lejos.
De pronto y sin aviso, se escuchó el resoplido del tren llegando a Villa Luro, un par de estaciones antecedentes de la de mi destino habitual.
Ella calzó con destreza incuestionable su mochila, se acercó más aún a mí y a la puerta de salida. El tren paró y ella pasó resplandeciente delante mío. Sólo dos pasos bastaron arrastrarme con su andar angelical y constatar que era cierto y no una mera elucubración platónica.
Decididamente elegí tomar esa chance de bajar detrás de ella que se me había presentado, esperando a cada paso poder abrir la boca y decir algo que le haga girar la cabeza o quizás pestañear reprobando con la cabeza.
La cuestión era simple. No dejar pasar el momento y hacerle saber el sismo que generó en mi.
Bonita, preciosa, princesa, bombón... todas maneras demasiado groseras para iniciar algún parlamento con fines serios. Porque, atención, no es uno de esos casos donde cualquier guarangada antecede un exabrupto y misión cumplida, nada que ver. Es una dama digna y merecedora de una seriedad que se encuentre a la altura de su belleza, ni más, ni menos, y, quien sabe, más adelante, hasta gestar un compromiso firme juntos.
Caminando cerca de ella, sin destino cierto, con mil palabras en la punta de la lengua y mil frases en la cabeza, pero con los ojos vidriosos ante semejante hermosura finalmente ella paró en Rivadavia.
Iba a cruzar a dos cuadras de la estación, y ahí me salió decirle, expectorarle, casi tirarle por la cabeza seis palabras, quizás las más burdas y peor dichas de la historia.
"Flaca te vi y quedé encantado"
La flaca en cuestión, no sólo es eso, es divina, y haciendo honor a esa nueva cualidad que acababa de descubrir, gira su cabeza, esboza una sonrisa resplandeciente que deja ver unos brackets que siguen sumando empatía a este micro vínculo y responde con un vergonzoso “Gracias” como retribución única y total por el halago.
Se dio vuelta, volvió a concentrarse en el cruce de la avenida, mirando hacia el sur y comenzó a preparar los primeros pasos. Yo no pude quedarme con tanta felicidad adentro y, mientras seguía caminando hacia el oeste y ya alejándome un poco para evitar quedar como un acosador callejero, le dije una frase simple, sincera y desde el costado más sensato del músculo cardíaco... el sol pegándote a través de la ventanilla es el paisaje más lindo que uno puede ver en este tren!
Pero estoy seguro que no me escuchó, porque cruzó Rivadavia y lamento creer que nunca más la volveré a ver.
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