lunes, 13 de septiembre de 2010

El final de los tiempos

Era temprano. Todavía con neblina baja, frío y parcialmente nublado. El sol en unas horas quizás aparecería. Pero paralelamente, en las profundidades, el caos se podía oler como esas tormentas de verano que humedecen la tierra y con ese aroma anticipan su llegada. Aquellos que se levantaron con la fresca no tendrían la ayuda de Dios, ni de nadie, y no iban a poder evitar la situación. En el ambiente algo hacía presagiar que no sería un día más. Por un momento, parecía que todos estaban esperando un desenlace, como un cuento que necesita un final. Parecía que todos internamente estaban convencidos de lo que iba a suceder. Hasta que de pronto todo se detuvo. No hubo más ruidos metálicos, ni vendedores ambulantes, ni música. Ese segundo de quietud fue el instante preciso para tomar aire y zambullirse a pensar en lo que vendría. Pero ese instante, ese microscópico espacio temporal eterno y tan silencioso que aturdía, desembocó en una vorágine violenta, oscura y dolorosa. Un torbellino de pies aplastados, cuerpos caídos, gritos, empujones, súplicas y dolor por todas partes. Bolsos y carteras en el piso, articulaciones luxadas, huesos a punto de hacer crack y un denominador común: la impotencia frente a la sinrazón. No sé cuanto duró pero parecieron décadas, y de las peores. Las miradas se cruzaban, aún con tanto desconcierto, buscando una respuesta o al menos un guiño cómplice que haga más llevadero tanto dolor. Lentamente las cosas se aquietaban, aunque cada tanto se escuchaban gritos nuevos. Una vez que la tormenta amainó, y pasados los empellones, las embestidas, tropiezos y heridas, llegó el tiempo de la lucidez. ¿Realmente estaban vivos? ¿Estarían heridos gravemente? ¿Ya habrían saqueado sus pertenencias? ¿Habría pasado lo peor?. Esas inquietudes se volvían livianas y sólo se limitaban a condimentar la imposibilidad de ver al exterior, de no saber que pasaba fuera y acompañaban esa necesidad de saber que alguien podría rescatarlos si fuese necesario. Todo se volvía oscuro. Era la noche en el día. Los ojos buscaban luz. Aunque sea el más pequeño de los resquicios que abrigaran una esperanza de que las cosas iban a cambiar y a ser como eran. Los más lúcidos se preocupaban por sobrevivir, otras personas sin tantas inquietudes buscaban en el auricular una manera de esconderse de la realidad o solamente chequeaban que sus uñas recién pintadas sigan intactas. Y cuando la mayoría pensaba que así se acababa el mundo el subte dejó la estación Miserere.

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